sábado, 10 de diciembre de 2016

Las personas son...frutas.

Ayer, en una de mis frecuentes borracheras filosóficas, comparaba a las personas con frutas. Sí, sé que suena un poco extraño y triste al mismo tiempo, pero considero que es un hilo de pensamiento lo suficientemente interesante como para traerlo a esta pequeña parcela de mi mundo a desarrollarlo. 

Por un lado vamos a ir a la conclusión fácil que podemos sacar tanto de la fruta como de las personas: las apariencias engañan. ¿Nunca os habéis comido un plátano que parecía pocho y cuando habéis superado la desconfianza inicial y os lo habéis comido estaba delicioso? ¿nunca habéis cogido una manzana a simple vista espléndida y luego por dentro estaba podrida? Pues con las personas es exactamente lo mismo: el exterior no nos suele aportar información real sobre lo que ocurre en el interior (aunque si eres lo bastante observador sí que nos puede dar muchas pistas, ojo que no es ahí a donde pretendo llegar). Y como con la fruta, el interior pesa más que el exterior. ¿Para qué quieres una manzana que no puedes comerte, por muy bonita que pueda ser? ¿a caso vas a exponerla en un museo? 

Por un lado completamente diferente, las personalidades de las personas también pueden ser comparadas con los sabores de las frutas. Tenemos personas-limón, con una personalidad fuerte y llamativa, pero que no siempre gusta, personas-manzana, con una personalidad no demasiado fuerte pero dulce que suele agradar en general, pero que también pueden resultar ácidas y a veces incluso venenosas, personas-pera, con un sabor tenue pero no demasiado fuerte... Sea como sea, es imposible que te gusten todas las personas-fruta, y del mismo modo, es casi imposible que no te guste ninguna. 

De este rollo persona-fruta podemos sacar la conclusión de que siempre hay un roto para un descosido. Es imposible gustarle a todo el mundo, pero es igualmente complicado no gustarle absolutamente a nadie. Las personas son un conjunto infinito de gustos combinados. Siempre serás el sabor favorito de alguien, lo sepas o no, lo conozcas o no. 

Las personas comparten con la fruta varias cualidades más, además de las apariencias y el sabor. Aquí por ejemplo podemos ver que ambos ejemplares maduramos. Y aquí, en este dicho tan antiguo, no quiero entretenerme mucho más que para decir que más que madurar, envejecemos (tanto la fruta como las personas), y con ello nuestro modo de ver la vida y de interactuar con el mundo. Podríamos decir entonces que más que madurar, sería más apropiado decir que envejecemos, o si lo queréis menos deprimente, que evolucionamos con el paso del tiempo. Y esto es importante: las mandarinas no maduran en dos horas: es necesario que el tiempo haga su efecto. Nunca pienses que puedes cambiar en dos días, ni que alguien ajeno a ti puede hacerlo. Si la biología nos ha enseñado algo es que la evolución (aunque siempre presente) es un agente que se toma su tiempo para actuar. No confíes en los cambios rápidos, ya que no son de verdad. 

Otra de las cualidades que las personas comparten con la fruta es por ejemplo la infancia. Sí, damas y caballeros, las frutas y las personas comparten una infancia muy parecida: durante los primeros tiempos de nuestras vidas nos las pasamos atados al árbol que nos dio la vida, y de ahí obtenemos muchas de las cualidades que determinarán nuestra vida y nuestro sabor, pero no es definitivo. Somos lo que somos no solamente por lo que nos hicieron ser, sino por los insectos con los que hemos tratado, la manera en la que nos han tratado, las veces que nos hemos caído y las aventuras que hemos vivido. Nuestro sabor, al igual que el de las frutas, es el resultado de cientos de miles de pequeños momentos. 

Somos lo que somos porque hemos sido lo que hemos sido, hacemos lo que hacemos, decidimos lo que decidimos y tratamos con quien tratamos. Somos lo que somos al igual que una naranja es una naranja y no una sandía: podemos cambiar nuestro sabor y nuestro aspecto, pero por mucha evolución, envejecimiento y maduración que tengamos, nunca podremos escapar de lo que somos. Y tenemos que vivir con ello. 

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