Poco a poco se fue haciendo incapaz de sentir nada. Conforme perdía la ilusión y las ganas de vivir, las otras emociones también se fuero evaporando como un charco expuesto al sol de agosto.
Ya no le afectaban las cosas malas tanto como antes, pero tampoco sentía el dulce sabor de la victoria recorriéndole el cuerpo cuando triunfaba. Poco a poco fue volviendo difusos los rostros de aquellas personas que le escocían, pero a la vez, los rostros de la gente a la que antes quería también se le iban haciendo cada vez más indiferentes.
Se dio cuenta de que con el tiempo se había vuelto incapaz de querer. Se dio cuenta, casi sin sorpresa, de que toda aquella gente comenzaba a causarle cada vez más indiferencia. Y sintió pena por no poder corresponder a todas aquellas personas que le querían o decían hacerlo. Por ello simplemente intentaba fingir con ellos. Por ellos era capaz de simular risas sin mover un solo músculo de la cara, o de gastarse fortunas en algo obsoleto. No los amaba, pero sentía un sentimiento complicado de algo parecido al afecto. No eran seres sin rostro, tenían nombres y apellidos.
Se preguntó si merecía la pena aquello de no sentir nada, ni lo bueno ni lo malo. Se preguntó si aquella sensación era algo perpetuo o pasajero. Y simplemente, por una vez en aquella vertiginosa vida, le dio igual la respuesta.
Lo único que tenía que hacer era ponerse le disfraz antes de salir de las cuatro paredes que formaban su mundo interior. Reírse tres veces, soltar alguna de sus bromas de bufón, fingir interés en algo ajeno, y con ello seguiría siendo querido por aquella gente a la que comenzaba a ser incapaz de amar.
¿Se había inyectado el mismo la anestesia, o le había obligado a tomársela?
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