Cuando esto pasaba, cuando se quedaba en blanco, sentía miedo. Cuando se sentía demasiado pequeño, demasiado grande o demasiado roto, siempre recurría a las palabras. Agitar sus dedos sobre el techado y dejar que un poco de su mundo interior fluyera al exterior tenía algo que simplemente le reconfortaba.
Por eso, cuando se encontraba al límite y quería escribir, y sus dedos se quedaban rígidos, se asustaba. ¿Qué sería de él si no podía escribir, si en cierto modo, era lo único que tenía? Muchas veces las palabras no se iban, pero eran demasiado curdas o demasiado soeces como para escribirlas. Muchas veces le exponían demasiado. Muchas veces mostraban lo que era.
Era demasiadas cosas como para ser una sola; era un niño asustado, era un orgulloso león, era fuego hecho carne, era un frustrado cazador de estrellas, era un iceberg capaz de hundir cualquier barco que se le acercara, era un malabarista, era la más afilada espada, era un payaso, era una moneda, era un mago, era el que no encaja, era el fuego frío, era el más osado de los actores, era el más insospechado impostor y el más descarado mentiroso. Era tantas cosas, pero a la vez no era nada. Y cuando perdía sus palabras, ese sentimiento de ser nada se hacía patente. Tan fuerte y certero como un golpe por la espalda.
Y así, siendo muchas cosas pero ninguna al mismo tiempo, su caótico mundo interior se oponía y devoraba sus palabras antes de que estas pudieran emprender el vuelo por sus dedos de pésimo pianista.
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