domingo, 15 de septiembre de 2013
El llanto.
Cayó cómo el castillo de naipes. Tiró su móvil con todas sus fuerzas contra la pared, que se deshizo en miles de pedazos de plástico, vidrio y cables. Se acurrucó en una esquina de su habitación, y colocó cu cabeza entre las piernas, haciendo un ovillo con su cuerpo. Y entonces, después de tanto tiempo sin permitirse hacerlo, lloró. Lloró moviendo los hombros a cada sollozo, lloró hasta quedarse seco, lloró por todo lo que no había llorado hasta ese momento. Lloró por por amigos que se se fueron sin razón, por las palabras huecas y los sueños inalcanzados. Lloró por su familia, lloró por sus amores erróneos y lloró por él mismo. Lloró por sentirse tan idiota, por dejar pasar las ocasiones, por no atreverse a dar el paso. Lloró las penas que desde hacía tanto tiempo le quemaban por dentro cómo una hoguera incontrolable e inextinguible. Lloró un largo rato, meciéndose en las baldosas frías, con la nariz congestionada y abrazado a sus rodillas. Lloró pro todas las noches no lo había hecho, lloró por todas las veces que se había negado a hacerlo. Lloró por su pasado, lloró por su presente, lloró por lo inevitable, por lo que se escapaba de sus dedos agarrotados. Lloró por no poder retener nada de lo que quería. Lloró por la muerte, lloró por la vida que se escapaba. Lloró por que nunca alcanzaría a cumplir sus sueños, por que su vida nunca sería lo que él quería que fuera. Lloró por sus enemigos, por sus amigos. Lloró cansado de dramas, lloró exhausto de intrigas. Lloró y lloró, y después, se levantó y siguió cómo si nada hubiera pasado.
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