Clara la miró con los ojos vidriosos. Se sintió rara. Estaba, pero a la vez ... no estaba. Sin duda, aquella era su hermana. Su pelo largo y rubio, sus pestañas largas, y su palidez. Siempre había sido pálida, pero ahora ... ahora estaba más pálida que nunca. La palidez era lo que hacían diferentes a Clara y a su hermana mayor. Mientras que Clara era de una tez algo más tostada, su hermana era pálida cómo el cuarzo.
No se atrevió a tocarla, pero intuía que estaba fría. ¿Tendría frío allí dónde estaba ahora?.
Los mayores le decía que allí a dónde su hermana había ido, nunca tendría frío, nunca pasaría hambre, ni sufriría enfermedades. Nunca se sentiría desdichada, y que se reencontraría con todos los seres queridos que habían partido al igual que ella. Pero Clara le veía muchas lagunas a todo eso. Ella no creía que hubiese algo más allí a dónde su hermana se había ido. De hecho, dudaba que hubiese ido a algún sitio. La miraba, y simplemente pensaba que seguía ahí, dormida, y que en cualquier momento se levantaría, y le revolvería el pelo con sus dedos finos de pianista. Pero en el fondo sabía que no despertaría más, que no la oiría cantar, ni cocinaría para ella nunca más. Se había ido, se había ido para siempre.
En cierto modo, Clara la veía ahora, con el rostro sereno, tranquilo, por fin había encontrado la paz que necesitaba, por fin había conseguido dormir sin tiritar, por fin no deliraba a causa de la fiebre, ni le temblaban las manos. Por fin había puesto fin a las terribles semanas de insaciable enfermedad, que la consumía poco a poco. Había luchado, pero la enfermedad, una vez más, había ganado la guerra, y se había llevado para siempre a su hermana. No sabía si estaría en aquel lugar etéreo o si simplemente había dormido para siempre, pero Clara sabía que ya no sufría, y que eso era lo que importaba.
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