Tenía una fijación especial con las estrellas. Las amaba al mismo tiempo que le arrancaban suspiros. Las deseaba, deseaba tenerlas, pero sabía con claridad que no estaban hechas para él. Era imposible que un mortal con él pudiera tan siquiera rozar una sola estrella. Eran demasiado lejanas a él, tan remotamente distantes que parecía ridículo. Ocasionalmente deseaba con todos los átomos de su cuerpo ser una estrella. Estar tan jodidamente lejano de la Tierra, ser gigante, brillante, hermoso.
A veces miraba el cielo con añoranza. Sabía que su corazón pertenecía a la infinidad del cielo, pero su cuerpo era completamente terrenal, demasiado pesado como para ser una estrella.
Alzaba la mano al mar de luciérnagas, y casi que las tocaba, casi conseguía atraparlas, casi el mismo brillaba. Cerraba la mano levantada al cielo, y al abrirla frente a su rostro, se la encontraba vacía. Que acto tan fútil el intentar atrapar estrellas, pero que fácil era olvidar en algunas ocasiones lo inalcanzable de estas.
Por eso simplemente deseaba. Deseaba con tanto ahínco que sentía dolor en el esternón. Deseaba con tanto deseo que la mente se le dilataba hasta ser tan infinita como la inmensidad del vacío. Deseaba tan fervientemente que se quemaba. Se quemaba como si realmente tuviera una de aquellas estrellas en la mano.
Por que eso era lo que sin duda pasaría. Quien toca una estrella invariablemente se quema. Era algo que el sabía de sobra. Sabía que si conseguía atrapar una estrella, sería su sentencia, su último momento. Pero estaba dispuesto a ofrecer su último suspiro a cambio de un segundo de grandiosidad a no poder alcanzarla y pasarse la vida suspirando por aquello tan lejano y brillante.
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