sábado, 7 de enero de 2017

Adicciones rutinarias.

El mundo no es más que una mancha fugaz tras el cristal. Aquí dentro, en la calidez de este autobús, mecido por el vaivén del tráfico y con el peso de las horas sin dormir sobre mis párpados, pienso en ti. 

La voz muda que habita dentro de mi cabeza no para de preguntarse si piensas en mi, si desfilo por tu mente como tú haces por la mía, si te acompaño todo el día como las estrellas, que siempre brillan sobre nuestras cabezas aunque no las veamos.

No, definitivamente no. No es necesario darle vueltas a un asunto del que conoces la respuesta, ¿verdad? Aún así lo hago, como hago la mayor parte de cosas fútiles de mi vida.

Llego a mi parada, y lo primero que hago al volver al mundo real es encender un cigarrillo y aspirar casi con ansiedad. Últimamente fumo mucho. ¿Puede esto ser un efecto colateral de habernos conocido?

El día transcurre con su monotonía gris habitual. A veces la vida me resulta tan indiferente que me entran ganas de gritarle. Como si a la vida se le pudiera gritar. 

Y entonces entras tú, como un personaje que es reclamado en una obra de teatro. Llegas tú, con tus chistes sin gracia, tus historias y toda esa palabrería de la que nunca he llegado a cansarme. 

Un cigarrillo. Otro. Nunca se me hacen los cigarros tan cortos que cuando me los fumo contigo. 

Junto a ti, la vida pierde la pereza y comienza a girar de una vez. 

Sé que no es sano. No hablo del fumar, que definitivamente no lo es, aunque no considero que sea el mayor de mis problemas. 

Hablo de ti, que me matas a base de sonrisas afiladas y palabras dulces como el chocolate. 

Hablo de ti, de quien me declaro irremediablemente adicto. 

De ti, que cuando nos despedimos nunca dejas de acompañarme.

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