Crecemos. Las plantas surgen de la tierra con la esperanza de arañar el cielo. Los conejos salen de su madriguera con la esperanza de no ser cazados. Los pájaros salen de sus nidos con la esperanza de encontrar el sur.
Inevitablemente crecemos. Y cuando lo hacemos, nos damos cuenta de lo inalcanzable que es el cielo, de que la vida es cazar o ser cazado, y que tristemente el norte se tiene que imponer sobre el sur.
Crecemos. Arrancamos conocimientos de hojas marchitas por el uso, robamos rayos al sol y polvo a las estrellas. Crecemos, interior y exteriormente. Vamos haciéndonos cada vez más fuertes, más hábiles y más desenvueltos.
Pero lamentablemente, todo esto no vale de nada. Siempre preferiremos el suave velo de la infancia, la inocente ignorancia de los cachorros y la calidez del nido en los días de lluvia. Preferiremos no tener que ser ni norte ni sur, simplemente ecuador. Preferiremos no tener miedo a ser cazados.
Todos, en mayor o menos medida soñamos con ser Peter Pan y no crecer, que las cosas no cambien, que todo se reduzca a la atemporalidad de los niños. Que no nos tengan que extraer las sonrisas por cirugía ni el entusiasmo con golpes.
La nostalgia pica fuerte cuando las fuerzas se esfuman con la rapidez del vaho en invierno.
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