lunes, 11 de agosto de 2014

Ni una lágrima.

Estaba enfadado. Estaba enfadado con el bufón que no paraba de blasfemar. Estaba furioso con aquel que siempre estaba por encima tapándole el sol. Estaba furioso con sus amigos. Estaba furioso con su madre, con su hermana, estaba furioso con su familia. Estaba furioso con su perro, con los vecinos y en definitiva con todo aquello que respirara. Los odiaba, los odiaba a todos. Pero sobre todo estaba furioso con él mismo.

Tiraba cosas, se pegaba a el mismo, reía mientras hiperventilaba y se hacía un ovillo. Por más ganas que tenía, no conseguía que saliera ni una lágrima de su interior. Era como si toda aquella rabia y toda aquella inestabilidad se le secara dentro antes de salir por sus ojos. Y eso le enfurecía.

Después del frenesí solo quedaba el cansancio frío. Y era aquel frío el que le apartaba de toda aquella gente, lo que le hacía pensar de manera diferente.

Estaba harto. Harto de la rabia, harto de la gente, harto de los disfraces, de su misión de los lunes, de simplemente todo. Estaba empachado de todo, pero a la vez tenía el estómago completamente vacío.

Estaba simplemente ahí. Sin estar realmente. Con dos caras como una moneda, una exterior y otra interior. Estaba ahí, demasiado cuerdo para su mundo interior, pero demasiado loco para el mundo exterior. Eternamente en el canto de la moneda, haciendo equilibrios para no caer.

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