Había soñado con ella.

Había soñado con ella. Esos sueños siempre le parecían demasiado largos cómo para ocupar los cinco minutos de sueño que conseguía encadenar. Siempre era igual, variando únicamente en detalles intrancendentes. El lugar, el vestido de flores de su hermana, y el momento del día era completamente iguales en todos los sueños. Siempre, después de andar o perseguir algo corriendo (única parte variable del sueño), llegaba a ese claro entre los árboles lleno de maleza y un columpio medio oxidado que chirriaba con cada vaivén. Al llegar, la niña del vestido de flores caía del columpio. Cuándo la cogía en sus brazos, el vestido de flores estaba siempre rajado y lleno de motas rojas. Las mejillas sonrojadas palidecían hasta la blancura perlada más penetrante, y los ojos color trigo enmarcados por largas pestañas, se cerraban para siempre. Una vez más, su hermana moría en sus brazos sin que pudiera hacer nada.